Hace 10 años atrás se cerraron las puertas de mi colegio. La generación del año 2007 fue la última que tuvo la oportunidad de desarrollar toda su educación básica y media en el edificio de los Sagrados Corazones de Valparaíso, hermosa e imponente edificación con más de 100 años de existencia que ahora se cae a pedazos, abandonada en el corazón del Almendral.
Pasé toda mi infancia y adolescencia en este edificio, en el que se educó prácticamente toda mi familia cercana y donde construí profundas amistades. Lo recuerdo como un espacio simultáneamente amplio y laberíntico, con un amplio patio donde cada fin de año calzaba con justa medida la asamblea completa de la comunidad escolar, y que a la vez tenía escaleras oscuras y pasillos que terminaban en rincones olvidados o en puertas que no se abrían hace años. Un edificio antiguo, sin las infraestructuras que actualmente tienen los colegios. Un espacio de otra época, de cielos altos y ventanas de madera.
Pero la institución que dio uso a este edificio no ha desaparecido, simplemente se cambió de domicilio a Viña del Mar, subiendo desde Sausalito hacia Miraflores Alto. Se construyó en ese lugar un edificio contemporáneo de vidrio y hormigón, acorde a las necesidades de los colegios modernos. Los Sagrados Corazones ahora pueden competir en infraestructura con otros colegios de la provincia. Al igual que otras tantas instituciones, la íntegra oferta educacional que proponen se ha adecuado a los currículos educacionales de sus pares.
Los colegios, alguna vez pieza fundamental del corazón urbano de Valparaíso, han seguido a los cementerios y a las cárceles hacia la periferia de la ciudad. Los antiguos edificios ya no dan cabida a las necesidades educacionales actuales, que requieren de salas de cine, canchas de deportes especializadas o estacionamientos. Cada metro cuadrado cuenta, y los patios con condición de ágora, las aulas de doble altura y los extensos pasillos sin destino deben quedar fuera de la ecuación.
Pero en esta operación de modernización era inevitable que algo se perdiera: el vínculo que existía entre la comunidad escolar y el barrio donde esta se emplazaba. Me resulta difícil imaginar que algún estudiante del colegio actual pueda tener una experiencia urbana similar a la que tuve yo con mis compañeros, en un edificio rodeado de bosques y quebradas deshabitadas al que no se puede llegar a pie. Después del horario de clases, mis compañeros y yo siempre tuvimos la posibilidad de recorrer libremente el plan de la ciudad, explorando la multitud de peculiaridades que se pueden encontrar en cada cuadra. Solo por ubicarse en el centro de la ciudad, el colegio nos enseñaba a ser ciudadanos, testigos y actores tanto de las bellezas como de las miserias de la vida cotidiana.
Fue gracias a esta cercanía que pude comprar mis primeros discos en galerías espejadas, descubrir cines ocultos y tiendas de antigüedades, y probablemente este sea el origen de mi interés por la ciudad como una materia de estudio. Quizás el añoso edificio donde estudié no tenía cancha de rugby o talleres de fotografía, pero tenía el valor de situarse en una comunidad compleja y diversa.
Durante todos los recreos, el patio del colegio era inundado por el olor a café tostado que producía la fábrica Tres Montes, ubicada a algunas cuadras. Hasta el día de hoy, cada vez que paso por el Almendral y me encuentro con este olor logro recordar con facilidad el patio donde tanto tiempo pasé conversando, riendo, haciendo nada. Quizás los colegios de la periferia también tengan olores que generan la nostalgia, pero algo me dice que encontrar esos olores en la ciudad debe ser difícil.
Fernando
Silva López
Arquitecto UV. 2013
Quiero mi barrio Cerro Merced
SERVIU Reconstrucción
GERÓPOLIS UV