Antes de construir ciudades y antes de que los grupos humanos tomaran la decisión de establecerse en un lujar fijo, y dar inicio a un proceso de sedentarización, dichos grupos se desplazaron por años siguiendo rutas dejadas por animales, como el caballo. Muchas tribus y clanes vivieron en torno a una cultura de la movilidad que les fue conformando su perfil nómade de desplazamiento entre rutas ya transitadas y nuevos lugares por conocer. Un recorrer itinerante que se fijaba en ciertas temporadas en torno a centros ceremoniales, cavernas para refugiarse del frío de las glaciaciones o en espacios de reunión para alimentarse cerca del mar y disfrutar, por ejemplo, de mariscos, como se puede observar en los conchales del norte de Chile. En este contexto una cultura de la movilidad se iba estructurando en función de elementos que circulaban desde las personas hasta sus historias y relatos, desde sus artefactos hasta la manera de utilizarlos, es decir un mundo de la movilidad que reunía tanto lo material como lo inmaterial.
Es desde la movilidad que podemos comprender el tiempo humano (Augé, 2009) y sus diferentes fases en torno a una permanente itinerancia. Una vez que la movilidad se enmarca dentro de ciertas fijaciones para dar origen a las ciudades, se comienzan a producir nuevos desplazamientos en función de pasos rápidos y pausados de los peatones, y desplazamientos más acelerados de carretas y carrozas impulsadas por tracción animal; dos tipos de desplazamientos que tenían una orientación frontal, un destino en función de una ruta trazada que fijaba la mirada hacia adelante. Sin embargo, cuando un nuevo sistema de transporte mecánico comienza a circular, la función de la mirada se modifica, pues las personas se ven obligadas a focalizar la mirada en la persona que está sentada al frente, reconfigurando el marco de sensaciones. “Las relaciones mutuas de las personas en las grandes ciudades se distinguen por una patente preponderancia de la actividad del ojo por sobre el oído. La principal razón es el transporte público. Hasta antes de que el siglo XIX se desarrollaran los ómnibus, los ferrocarriles, los tranvías, la gente nunca había estado en posición de tener que mirarse por varios minutos o hasta horas, sin dirigirse la palabra” (Simmel, 1981:230). De esta manera una nueva forma de fijar el ojo modificó profundamente la interacción social al interior de las ciudades, y al interior de los medios de transporte público.
La historia del ser humano ha forjado una cultura de la movilidad, del desplazamiento que opera tanto en la horizontal como en la vertical. Y si pensamos en ésta última dimensión y lo llevamos a la ciudad de Valparaíso, nos encontraremos con un sistema de transporte particular como son los ascensores. Testimonios del desarrollo industrial y comercial de fines del siglo XIX y principio del siglo XX, y de lo que vivió el Puerto en esa época. Los ascensores de Valparaíso, si tenemos en cuenta aquellos que se encuentran en funcionamiento, nos llevan a otro marco de mirada, nos llevan a focalizar y a pensar, en una mirada que apunta al horizonte, al cerro de al frente, a la bahía, y no necesariamente a la persona que tenemos al frente y que estaríamos obligados a mirar invadiendo su intimidad y goce de sí mismo (Le Breton, 1999). La mirada que se produce al interior de los ascensores, como el Reina Victoria, el Peral, el San Agustín o el Cordillera, traspasa las ventanas para llevarnos a un encuentro que se entrelaza con la ciudad y con la bahía que le confiere la identidad de Puerto. Ese encuentro entre el ojo y el espacio habitado nos permite conectar todos nuestros sentidos para dar espacio a un flujo de sensaciones que reconfigura de forma permanente nuestra identidad, pues nunca seremos el mismo que subió al que luego de transitar por callejones, estrechos pasajes y miradores vuelve a bajar para mezclarse con el transitar del Plan que lo vio subir.
Desde lo material los ascensores contienen un valor de uso tanto para los residentes como para los visitantes de Valparaíso, y desde lo inmaterial representan “lugares de memoria”, si tomamos la expresión de Pierre Nora (2009), pues ellos son portadores de un saber técnico propio de la época industrial de fines del siglo XIX en materia de transporte. Un saber contenido en la estructura física que se refleja cuando vemos las placas de Balfour, Lyon & Co en el Ascensor Artillería o de AEG (Allgemeine Elektricitäts-Gesellschaft) en el ascensor Barón. Una materialidad inscrita que se acompaña de lo inmaterial que corresponde a las representaciones que tienen los usuarios y habitantes de Valparaíso en relación a los valores sociales y de uso. Es ese patrimonio inmaterial contenido en un valor social y cultural que se transmite en la apropiación y el uso del espacio vivido y conocido que está contenido en esa cultura milenaria de la movilidad, y que nace y renace a cada momento que subimos y descendemos por los ascensores de Valparaíso.
REFERENCIAS
Augé, Marc. (2009). Pour une anthropologie de la mobilité, Paris, Payot & Rivahes.
Le Breton, David. (1999). Las pasiones ordinarias. Antropología de las emociones, Buenos Aires, Nueva Visión.
Nora, Pierre. (2009). Pierre Nora en Les Lieux de mémoire, Santiago, LOM.
Simmel, Georg (1981). “Essais sur la sociologie des sens”, in Simmel, G., Sociologie et épistémologie, Paris, Presses Universitaires de France, pp.223-238.
Maximiliano
Soto Sepúlveda
Doctor en Sociología, mención Socioantropología. Universidad de Estraburgo. Francia
Magíster en Antropología. U.Ch.
Profesor de Historia y Ciencias Sociales. PUCV.
Actual académico de las Facultades de Arquitectura y Humanidades de la Universidad de Valparaíso.